miércoles, 19 de mayo de 2010

Indicios de enfermedad mecánica en “Los idiotas” de Los Gregorianos

En “Los idiotas” se repone, entre otras, la desmedida trama de la fertilidad estéril; sólo una acción significativa basta para representarla, y solo un elemento: el maíz. La semilla que anticipa la sangre, y que puede ser, en fin, la sangre, es en principio el abundante señuelo con que la empleada tentará a las gallinas –aquí las evocan los niños idiotas porque todo, sobre el escenario, es evocación de los idiotas: los gestos, las palabras, y los sufrimientos, pues ellos no sufren–, y que, precipitado como lluvia desde el péndulo de su bolsa, se esparcirá sin felicidad sobre el suelo árido y la latona de chapa, presagiando pero también indicando las vértebras de la historia de los hijos idiotas: fruto estéril y abundante de una semilla corrompida, y ellos a la vez semillas inútiles que asfixiarán el único rastro de fertilidad que germinaba en la niña. Es acaso el sentido del último gesto, de su pecho abriéndose para derrochar las semillas en él guardadas; atravesada ella por esa mueca horrorizada y silenciosa de impotencia, descubriendo el dolor de la sangre vertida el silencio.

Pero tal vez el desgarramiento del cuerpo de la niña (las manos infectas con que la invaden sus hermanos representarían el ascenso forzoso de la corrosión ingénita) sólo es la culminación de una enfermedad subyacente en todo, y de la cual ella había salido intacta. Porque los idiotas gesticulan dificultosamente, como tropezando con su enfermedad en cada pliegue del cuerpo, a pesar de la asunción episódica de una lógica mediante la palabra ajena: los actos, los sentimientos son mecanismos acomodados a las limitaciones de los cuerpos. Y más aún, de los cuerpos marchitos.

Vemos el protagonismo de la enfermedad que quita al padre, a la madre, al médico, al sacerdote, de la escena, devolviéndonos en su lugar las expresiones grotescas en los rostros de los idiotas. Y éstos hablan en lugar de aquellos, jugando a imitarlos, riéndose, moviéndose grave o bruscamente de una oscuridad a otra. Así, buscando siempre la luz de la que están privados; intentando capturarla, observándola con pasmo y extático asombro.

Desde esa misma enfermedad oímos sus voces graves recitando, el énfasis en las facciones, remedando melodías, evocando discusiones y repitiendo, repitiendo, repitiendo como un murmullo desordenado, el anuncio confidencial dado por el médico a Mazzini: es un caso perdido.

Todo remite a ella –el sonido de la respiración tísica, alguna oscilación de los torsos como pulmones gangrenosos–, todo remite a la ley y al mecanismo de los cuerpos corrompidos y vacíos: ni aún las palabras más dulces de la empleada sobreviven ante el fastidio que genera en ella la higiene imposible de los cuatro hermanos, reducidos a bestias por la infección, degradados a la monstruosidad miserable de insectos. Ni aún el mínimo rasgo de conciencia de esa mujer conseguirá salvarla de ser ella misma quien luego exhiba la crueldad que los idiotas ejercerán trágicamente sobre el cuerpo sano de su hermana, imponiendo a la vida los límites fatales de la enfermedad y, en efecto, el silencio de la muerte.

Así como se ha dramatizado la fisiología del amor, la concepción, en el sufrimiento del parto y la tensión de los gemidos, es en esa mueca final de la niña que se dramatiza la condición de la vida: comprueba el mutismo absoluto al cual se ha confinado a la salud en las leyes del mundo enfermo. No emerge el grito de su boca desdibujada por el horror; sólo impregnan la escena aquellas risas guturales de los idiotas y una melodía armoniosa y tenue ascendiendo como para asegurar que todo está en orden.

No es otra la impresión del último cuadro, el mismo cuadro normal y definitivo del principio: los idiotas desnudos frente a la luz, hipnotizados por su influjo, dominados por ella, observando el ciclo natural.