miércoles, 24 de noviembre de 2010

Rompecabezas (fragmento)

El quejido de amor en la madre de Bartolo hace picazón al oído de Barrientos, tímpanos queriéndole reventarse de fastidio, compadre sin madre y ya sin dulzura de Inés, despechado como nena boba, aparta una nube cerca de su mechón de frente, tiene sensación de esperar el enjambre de moscas mientras oye sin calma a la señora. Es un tormento y ella una atormentada por el dolor tan torpe de perder el hijito. Ella revolcándose como pájaro en el polvo del suelo, hecha una mugre, un retortijón de melena descontrolada, tiroteando sus brazos a los cuatro vientos y vomitando hilos de súplicas y murmullos desgarrados y tendidos de baba y harapos de madre descompuesta a causa de tanto veneno de los días que pasan.

Barrientos rascándose la barbilla, el narrador un ovillo de brazos cruzados. Ella regando con sus alaridos el jardín de gente que se agolpa allí en torno suyo para ver la locura de que fue poseída. Ella como un trueno de alharacas de dolor. Como un arco de viola el grito hace vibrar largas cuerdas del viento. Se zambulle en la atmósfera densa de las ganas de morir ya ya, ya. Ya no quiere vivir. Su hijo. Su hijo su hijo su hijo. Su bebé su bebito. El vecindario es una piel de gallina con los ojos bien abiertos. Ya se fastidia Barrientos, vuelto a rascarse la barbilla, el narrador se lava las manos y el sabihondo, que no viene, no sabe nada aún.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Rmpecabezas (fragmento)

Pasan cerca de una cochería incendiada y ven algunos brazos giratorios y sus bocas desgarradoras aullando por agua como sirenas. La madre les asegura que mataron al hijo y sin embargo Barrientos quiere convencerla de que el tipo se pegó un tiro porque había suficientes razones y una vida de mierda lo suficientemente desperdiciada como para apretar un gatillo muy cerca de los sesos. Por economía no había que culpar a nadie. La madre grita y, por extrañas razones, todas las madres, esposas, hermanas, tías, madrinas y vecinas de los buenos para nada, se matarían por demostrar que fueron asesinados y no suicidas, asesinados justo en medio de una desmedida bonanza de vida plena y fresca de inocentes muchachos, dedicadísimos bien peinados y bien  pensantes. Con lo cual Barrientos, bailando entre los fajos de cartones de tanta casa, toma el hombro aniñado de la madre y le repite que su hijo acabó por matarse, entonando con simpatía y sin preámbulos, pero ella lo mira y oye el reclamo de las aves por encima del humo del mundo. Y queda claro que hacía falta para  consuelo el sabihondo con brazos fértiles; el narrador ve brotar nada más que espuma de la garganta de Barrientos, sintiéndole el aliento a cacha de birra, que hasta parecía haberse masticado entera la cerveza lata.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Rompecabezas (fragmento)

Barrientos hace preguntas que revientan de obviedad pero el narrador se escabulle, la revoltija de gente descuartiza el grupito de curiosos sin objeto que formaran ellos tres hace un momento y cada extremidad de ese cuerpo seccionado se aleja a las zambullidas entre el latido de todo ese murmullo circundante, y ahora, y luego, y pero se pierden de vista unos de otros, y el narrador, que todo lo ve, también pierde los ojos entre el mar de papelitos destrozados de diarios y serpentinas celestes y blancas y globos y cornetas y más papeles y boletas y parlantes y pisotones y desmayos y repeticiones y balbuceos enfervorecidos, sin otro respiro que el de ahora, justamente, que ha cortado el movimiento porque Barrientos ve algo a lo lejos, hombres disfrazados de personas, espaldas enormes como sus sacos del tamaño de remolcadores comunes y corrientes y acoplados comunes y corrientes, para arrear gente los feriados, los fines de semanas, fines del año y del mundo, fiestas patrias y patronales, juergas y matanzas masivas, excusa de ejercicio –en suma- para sus brazos, anchos del tamaño de un hombre capaz de levantarse decenas de solteronas obesas; eso que ve a lo lejos y se detiene, hombrones disfrazados de persona de clase media medianita, casa de chapa cartón pero dvd y antena satelital y aliento famélico exhalado a la vereda previo derrumbarse la puerta y todas las gargantas de su familia que borbotean de sed. El aire le zumba hasta en las narices y él patea, codea, cabecea, y lo cabecean, codean y patean como estimulándolo, y así bombea el cuerpo avivado y enfermizo de la muchedumbre. Porque toda esta gente que está ahí, viva y enferma, que tiene los oídos perforados y endulzados, y los ojos inyectados en gestos sugestivos de amor y fuerza, pisa sólo donde hay suelo besado, y se alimenta sólo de aquello que le encajan medio besado, porque la vida para toda esa gente es un beso, sea cual fuere aquella dentadura que tiene en el fondo el beso, signifique lo que significare aquella boca que estira sus labios a esta herrumbre de pueblo, porque, también, es una multitud de amor y multitud que ama, y Barrientos sabe que la totalidad de esos pares de manos removiéndose en aplausos, pronto –quizá mañana- querrá decidir tomar la muerte y regalársela a su propio cuerpo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Rompecabezas (fragmento)

Una carta comienza con me mataré si no hacen algo, y es la parte más sencilla de una carta sólo porque es verdad que la pena de matarse no vale nada y es difícil ejemplificarlo con la vida. Y ¡qué enternecedor escuchar a cualquiera gritar me mataré si no hacen algo! Es que está reconociendo un excedente de vida y esa sobrevida es asfixiante. Siempre que el sobreviviente excede al conviviente y se aparta de la manada, ¿no es un gesto de humildad matarse? Una decisión de amor multiplicado, que aún así no explica las razones por las que un sobreviviente decidiría no matarse, sacando a relucir su egoísmo, o dejan de ser personas para hacerse merecedores de haber muerto antes. Y el lector pestañea, reprobatorio y sobrehumano. Mira al conjunto de borrachos arrobados sobre sus papeles para decirles que éste no se va a matar, y luego la ironía de Quiroga que ha documentado el narrador por ahí.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Rompecabezas (fragmento)

 

Era con brevedad o podredumbre como se le deslizó entre los dientes el camino de la frase y el sabihondo prestó cautela a la respuesta porque en el fondo podía entendérselo como conocido suyo un hombre tan afecto al autosacrificio y tan expuesto a la burla de esa melodía sardónica emanando del parlante de Barrientos, el celular a punto de interrumpirles pero también la mujer, con sus ojos taponados de lágrimas, hecha una mole de sal ante el mundo que se le había derrumbado, océano de sal destituida ahogándole el cuerpo de los ojos. El sabihondo respiró enfrascado en la indignación, su garganta se llenó de piedras al abrazarla, porque ella había gritado que era un veterano y su marido ya estaba muerto.

-- Era un sobreviviente --ya estaba muerto y en Barrientos se hacía cuenta de que no podía creerlo, pero también sus bolsillos sentían allí el vacío de las cuentas impagas. La mayor deuda era vivir por entonces, y hoy es una deuda menor porque de vez en cuando el Gobierno abre el gallinero y sacrifica al bataraz para obtener en trueque el maíz y andar amansando sobrevivientes famélicos de lombrices frescas.

--¿En verdad? Pero, este hombre ¿nunca cobró la vida? -La escena tiene un tinte simpático, vista a media mañana.

Rompecabezas (fragmento)

[EPITAFIO]

LAURITA INÉS POLBETTS

Mañana es el modelo terminado de los gestos que hoy ensamblamos

y mañana es sólo un gesto más

¿para qué seguir armándolo?

(¡no sabemos armar nada!)

Mañana es otro gesto. No existe el límite

mañana

mañana.

Mañana

Rompecabezas (fragmento)

Llegan a la casucha de Bartolo y la madre sale y los hace pasar; le dicen que él prefirió morirse y ella no cree que su hijo haya elegido matarse y sale aullando y clamando justicia. Ellos quedan adentro sacándose la mugre de las uñas y a Quiroga se le ahuecan aún más los brazos vacíos.

martes, 12 de octubre de 2010

hoy, XXXIII

 

Cruda la piedra ranura

un árbol, órgano de polvo

un fruto que funde en el océano de tierra

semilla de mano y piedra sin sangre

lágrima de calor y tierra

vaivén de luz y grietas

y bóveda de luz y grietas

y el aire.

 

13/10/2010 – subsuelo de 622 

jueves, 7 de octubre de 2010

Apagón

El negro entró a los tropezones, todos agitados, y lo sacudimos a ver qué rescató, y tiró un paquete de velas, y abrimos, despabilamos, se resbalaban, nos engrasaban y una por una las comimos y comimos soltando arcadas.

viernes, 11 de junio de 2010

Cuento fantástico para niños prematuros

A penas hubo regalado Del Campo a su bebote Leonel su primer libro, y apenas el nene intenta hojearlo, zas, un cortazo en el índice. Y así la segunda y la tercera, y la cuarta vez incluso: zas, los dedos embadurnados de parpadones colorados. Pero él, sangre Del Campo, no se resigna y zas zas zas, hojea hojea hojea, hasta que le amputa el índice, primero, el filo revoltoso; luego el dedo guaso y así, hasta el agotamiento, se desangra. Y el padre, zapato de baldosa en baldosa, casita de pan y vino pan y vino, la, la, lará, hijo mío, grita. Y el hijo tarado, calcinado y blanco como cal, y el libro muy rojo rojo, como un hijo.

martes, 8 de junio de 2010

EL TEATRO Y LA PESTE – Antonin Artaud

 

Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya. Luego hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. Otros apestados, sin bubones, sin delirios, sin dolores, sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las otras víctimas.

La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.

Pero si se necesita un flagelo poderoso para revelar esta gratuidad frenética, y si ese flagelo se llama la peste, quizá podamos determinar entonces el valor de esa gratuidad en relación con nuestra personalidad total. El estado del apestado que muere sin destrucción de materias, con todos los estigmas de un mal absoluto y casi abstracto, es idéntico al del actor, penetrado integralmente por sentimientos que no lo benefician ni guardan relación con su condición verdadera. Todo muestra en el aspecto físico del actor, como en el del apestado, que la vida ha reaccionado hasta el paroxismo; y, sin embargo, nada ha ocurrido.

Pero así como las imágenes de la peste, en relación con un potente estado de desorganización física, son como las últimas andanadas de una fuerza espiritual que se agota, las imágenes de la poesía en el teatro son una fuerza espiritual que inicia su trayectoria en lo sensible y prescinde de la realidad.

Si admitimos esta imagen espiritual de la peste, descubriremos en los humores del apestado el aspecto material de un desorden que, en otros planos, equivale a los conflictos, a las luchas, a los cataclismos y a los desastres que encontramos en la vida. Y así como no es imposible que la desesperación impotente y los gritos de un lunático en un asilo lleguen a causar la peste, por una suerte de reversibilidad de sentimientos e imágenes, puede admitirse también que los acontecimientos exteriores, los conflictos políticos, los cataclismos naturales, el orden de la revolución y el desorden de la guerra, al pasar al plano del teatro, se descarguen a sí mismos en la sensibilidad del espectador con toda la fuerza de una epidemia.

San Agustín en La ciudad de Dios, lamenta esta similitud entre la acción de la peste que mata sin destruir órganos, y el teatro, que, sin matar, provoca en el espíritu, no ya de un individuo sino de todo un pueblo, las más misteriosas alteraciones.

“Sabed –dice–, quienes lo ignoráis, que esas representaciones, espectáculos pecaminosos, no fueron establecidos en Roma por los vicios de los hombres, sino por orden de vuestros dioses. Sería más razonable rendir honores divinos a Escipión[1] que a dioses semejantes; ¡valían por cierto menos que su pontífice!

“Para apaciguar la peste que mataba los cuerpos, vuestros dioses reclamaron que se les honrara con esos espectáculos, y vuestro pontífice, queriendo evitar esa peste que corrompe las almas, prohibe hasta la construcción del escenario. Si os queda aún una pizca de inteligencia y preferís el alma al cuerpo, mirad a quién debéis reverenciar; pues la astucia de los espíritus malignos, previendo que iba a cesar el contagio corporal, aprovechó alegremente la ocasión para introducir un flagelo mucho más peligroso, que no ataca el cuerpo sino las costumbres. En efecto, es tal la ceguera, tal la corrupción que los espectáculos producen en el alma, que aún en estos últimos tiempos gentes que escaparon del saqueo de Roma y se refugiaron en Cartago, y a quienes domina esta pasión funesta, estaban todos los días en el teatro, delirando por los histriones”.

Es inútil dar razones precisas de ese delirio contagioso. Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio, y es contagioso.

El espíritu cree lo que ve y hace lo que cree: tal es el secreto de la fascinación. Y el texto de San Agustín no niega en ningún momento la realidad de esta fascinación.

Sin embargo, es necesario redescubrir ciertas condiciones para engendrar en el espíritu un espectáculo capaz de fascinarlo: y esto no es simplemente un asunto que concierna al arte.

Pues el teatro es como la peste y no sólo porque afecta a importantes comunidades y las transforma en idéntico sentido. Hay en el teatro, como en la peste, algo a la vez victorioso y combativo.

La peste toma imágenes dormidas, un desorden latente, y los activa de pronto transformándolos en los gestos más extremos; y el teatro toma también gestos y los lleva a su paroxismo. Como la peste, rehace la cadena entre lo que es y lo que no es, entre la virtualidad de lo posible y lo que ya existe en la naturaleza materializada. Redescubre la noción de las figuras y de los arquetipos, que operan como golpes de silencio, pausas, intermitencias del corazón, excitaciones de la linfa, imágenes inflamatorias que invaden la mente bruscamente despierta. El teatro nos restituye todos los conflictos que duermen en nosotros, con todos sus poderes, y da esos poderes nombres que saludamos como símbolos; y he aquí que ante nosotros se desarrolla una batalla de símbolos, lanzados unos contra otros en una lucha imposible; pues sólo puede haber teatro a partir del momento en que se inicia realmente lo imposible, y cuando la poesía de la escena alimenta y recalienta los símbolos realizados.

Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heroica y difícil.

 

En: “El Teatro y su doble”, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1971


[1] Escipión Nasica, gran pontífice, que ordenó nivelar los teatros de Roma, y tapar con tierra sus sótanos.

domingo, 6 de junio de 2010

Biografía

Una horrenda periodista habla con el Poeta Inmemorial. ¿Qué es poesía?, le dice; el poeta lampasea en un golpe de ojos el centenar de lomazos en su biblioteca. Es usted hermosa, responde.

"Manifiesto" de Orlando Van Bredam

No hay paisaje sin hombre, no es posible
concebir una rama
si no habita
la dimensión dolida del que canta,
del que asoma a los días
desprovisto.
No es posible siquiera una semilla,
un ala de pájaro caída,
dos raíces amargas
si no hay un hombre atado a su memoria,
un corazón caliente que levanta
su cielo de penas
una cosecha fría de tormentas,
una guitarra altiva, un pan dormido
sobre la mesa floral del mediodía
con todo el sol a cuestas.
No hay paisaje sin hombre,
no es posible
un dolor extenso sin su cuerpo,
una alegría llena sin su copa,
una tarde festejada en versos
si no está el hombre allí,
si no la ocupa
su grito encanecido de vergüenza,
su culpa enorme. Su condición terrestre.
Por eso mi palabra se adelanta
como una flor herida,
desnudada
por una voz que surge desde el vino,
desde el cereal gastado de mi boca,
desde la misma mañana
en que nacieron
mis hijos jubilosos en la tierra,
desde que supe el amor y entré a nombrarlo
a ponerlo de bandera
en esta Vida,
desde que el aire se inflama de imprudencias,
de rencores enormes
como un ácido
que destituye voces y esperanzas,
que instala en la mitad
del alma
anclada
su desazón y muerte, su cortina
de bombas, de metrallas,
de papeles
para ocultar a Dios, para perderlo.

No. No he de morir si no es
con estos dientes
que acorralan sonidos y colores,
con estas ganas de saberme humano.
No he de morir, he de quedar cantando
junto a la piel
gastada de la tarde
junto al dolor crecido del hermano,
porque su tiempo también me pertenece,
su fe, su voz
también me pertenecen
y sobre todo lo que calla en llanto
lo que no dice
por estar tan solo,
tan solitario con su muerte diaria.
No hay paisaje sin hombre, no es posible
porque la savia viaja por su sangre,
porque los pájaros
hablan por su boca,
porque no hay tierra que no sienta el peso
de su calor agrario,
porque de no ser así se borrarían
todas las nervaduras
que en el árbol talla
el tiempo
para recordarlo,
para verlo con su historia propia,
arrodillado,
triste,
buscando un ángel, un demonio,
un sueño,
para poder decir que vive,
que respira,
que este paisaje Es
porque él lo habita.
-

jueves, 3 de junio de 2010

miércoles, 19 de mayo de 2010

Indicios de enfermedad mecánica en “Los idiotas” de Los Gregorianos

En “Los idiotas” se repone, entre otras, la desmedida trama de la fertilidad estéril; sólo una acción significativa basta para representarla, y solo un elemento: el maíz. La semilla que anticipa la sangre, y que puede ser, en fin, la sangre, es en principio el abundante señuelo con que la empleada tentará a las gallinas –aquí las evocan los niños idiotas porque todo, sobre el escenario, es evocación de los idiotas: los gestos, las palabras, y los sufrimientos, pues ellos no sufren–, y que, precipitado como lluvia desde el péndulo de su bolsa, se esparcirá sin felicidad sobre el suelo árido y la latona de chapa, presagiando pero también indicando las vértebras de la historia de los hijos idiotas: fruto estéril y abundante de una semilla corrompida, y ellos a la vez semillas inútiles que asfixiarán el único rastro de fertilidad que germinaba en la niña. Es acaso el sentido del último gesto, de su pecho abriéndose para derrochar las semillas en él guardadas; atravesada ella por esa mueca horrorizada y silenciosa de impotencia, descubriendo el dolor de la sangre vertida el silencio.

Pero tal vez el desgarramiento del cuerpo de la niña (las manos infectas con que la invaden sus hermanos representarían el ascenso forzoso de la corrosión ingénita) sólo es la culminación de una enfermedad subyacente en todo, y de la cual ella había salido intacta. Porque los idiotas gesticulan dificultosamente, como tropezando con su enfermedad en cada pliegue del cuerpo, a pesar de la asunción episódica de una lógica mediante la palabra ajena: los actos, los sentimientos son mecanismos acomodados a las limitaciones de los cuerpos. Y más aún, de los cuerpos marchitos.

Vemos el protagonismo de la enfermedad que quita al padre, a la madre, al médico, al sacerdote, de la escena, devolviéndonos en su lugar las expresiones grotescas en los rostros de los idiotas. Y éstos hablan en lugar de aquellos, jugando a imitarlos, riéndose, moviéndose grave o bruscamente de una oscuridad a otra. Así, buscando siempre la luz de la que están privados; intentando capturarla, observándola con pasmo y extático asombro.

Desde esa misma enfermedad oímos sus voces graves recitando, el énfasis en las facciones, remedando melodías, evocando discusiones y repitiendo, repitiendo, repitiendo como un murmullo desordenado, el anuncio confidencial dado por el médico a Mazzini: es un caso perdido.

Todo remite a ella –el sonido de la respiración tísica, alguna oscilación de los torsos como pulmones gangrenosos–, todo remite a la ley y al mecanismo de los cuerpos corrompidos y vacíos: ni aún las palabras más dulces de la empleada sobreviven ante el fastidio que genera en ella la higiene imposible de los cuatro hermanos, reducidos a bestias por la infección, degradados a la monstruosidad miserable de insectos. Ni aún el mínimo rasgo de conciencia de esa mujer conseguirá salvarla de ser ella misma quien luego exhiba la crueldad que los idiotas ejercerán trágicamente sobre el cuerpo sano de su hermana, imponiendo a la vida los límites fatales de la enfermedad y, en efecto, el silencio de la muerte.

Así como se ha dramatizado la fisiología del amor, la concepción, en el sufrimiento del parto y la tensión de los gemidos, es en esa mueca final de la niña que se dramatiza la condición de la vida: comprueba el mutismo absoluto al cual se ha confinado a la salud en las leyes del mundo enfermo. No emerge el grito de su boca desdibujada por el horror; sólo impregnan la escena aquellas risas guturales de los idiotas y una melodía armoniosa y tenue ascendiendo como para asegurar que todo está en orden.

No es otra la impresión del último cuadro, el mismo cuadro normal y definitivo del principio: los idiotas desnudos frente a la luz, hipnotizados por su influjo, dominados por ella, observando el ciclo natural.

miércoles, 6 de enero de 2010

El nido en el patio

Mi compadre entonces metió en el bolsillo las manos. Estaba lleno de agua pero intentaba lavarse en él esa suciedad que nadie lava. Me preguntó cómo viviría cargando tanta culpa. Le dije que no pensara ahora en eso y me diera la estatura del padre. Lo midió con los ojos, cerca de uno ochenta. Medí, también, con la vista. Seguí cavando.