jueves, 13 de febrero de 2014

En torno a la primeridad austera

Creo que cuando en el Finnegans wake -aclaro que nunca lo leí y sólo me muevo con referencias parciales de haber picado un poco acá un poco allá las alusiones de la crítica- James Joyce escribe esa kilométrica palabra de ciento veinticinco páginas, donde fusiona la primera sílaba de los cuarenta y un mil cuatrocientos catorce dialectos del planeta para imitar el sonido del trueno, está intentando establecer una conexión con Dios. No me refiero a una conexión metafísica, sino algo más material. Imaginemos que esa palabra de innumerables sílabas la escribimos en tamaño pancarta, digamos un Wide Latin tamaño 1700, y la situamos en línea vertical, muy probablemente pueda no sólo imitar onomatopéyicamente al trueno, sino icónicamente al relámpago, es decir, figurémonos un relámpago negro, una oscuridad verbo-absoluta que inaugure la era del discurso dialogado respecto de la divinidad. Esta dialógica de la que hablo nunca fue pensada por los intelectuales europeos. Ellos hablan de una materialismo dialéctico, y yo de una dialógica material, paralela al fenomenismo kantiano, donde estaremos capacitados para fundar un puente discursivo entre el hombre y la divinidad a través de una palabra suprema. Quizá la palabra no sea, como estimó Joyce, trueno, sino amor. Lo torna evidente al decir la Biblia en el segundo versículo del Génesis (17;2). "Dios es amor". Y quizá el puente material no se establezca sino hasta que un humano sea capaz de pronunciar, como en los árboles de Tolkien, esa palabra, sin interrumpirse ni perder el aire. Pues de nada serviría establecer una escalera al cielo estilo habichuelas mágicas, si no se concreta la dimensión dialógica explícita y única en la interpretación fono-vocal del sintagma silábico que elaborásemos semejando una babel epiléptica. Fundando una elipse, un Hombre debería no sólo ser capaz de emitir la cadena fónica eterna, sino también elevar la voz de manera tal que la vibración del aire fuese en ascenso por la cadena magnífica de grafemas que se montase, como un ancla, entre el cielo y la tierra, vía misma por la cual debiese correr con aptitudes suficientes como para soportar, con su mínimo y sencillo oído, la incontinente voz de procedencia celeste. No será éste de ninguna manera un acto de humildad, sino de altanería sobria y franca. Renunciemos a la deglución de las seudomelodías rizomáticas. Alguna vez habrán pasado por alto que los truenos son advertencias divinas al hombre. ¿No es monumental acaso la voz de Dios, así? ¿Qué hacemos nosotros, pobres pecadores, intentando imitarla? Dios busca interlocutores ¿y ninguno de nosotros será capaz de elevar la voz hasta los cielos, con una extensión tal de pronunciaciones que no sólo rasgase los cúmulos, sino también que fuese capaz de vibrar durante varios momentos en varios kilómetros hacia los alrededores, estimulando la conciencia reproductiva humana para dinamizar también sus competencias generativas hacia un alba de emanaciones gloriosas que supongan el ascenso del espíritu humano direccionándolo a una dimensión meta-generativa de la propia generación de mundos no efímeros? ¿Por qué el hombre no ha elaborado aún una voz expansiva? ¿No se ha dado cuenta que es eso lo que limita su capacidad de ser como Dios?  De nada sirve la creación material si no puede elevar la voz de tal manera que de ella emerja la materia o, al menos, la energía. Dice el Libro Santo en su letra: "Dijo Dios: 'Sea la luz'. Y la luz fue" (Gén., 1;  1). Es el origen del trueno, indudablemente ¡Es el origen del trueno! La voz de Dios florece generando un rayo, un fluvial esplendor indómito, energía pura cuya repercusión llega a nuestros oídos con la levedad de un susto. Dios sigue creando y no lo advertimos. Ha caído en decadencia, seguro y para qué negarlo. Ya sus creaciones no tienen la fuerza de la permanencia material, pero poseen el hálito destructivo de lo fugaz. Una luz está llamada a desaparecer, pero es sólo el principio de otra Luz Eterna. Es un ensayo y una propedéutica directa orientada a nuestra contemplación absorta. ¿Dónde está el hombre que creará la próxima Luz? ¿Dónde está el Dios sucesivo, de cuya boca broten, como arcadas namekianas, las integridades materiales de sus creaturas? Flatus sumus. Nada tenemos si somos incapaces de generar mediante el logos una potencia tal que constituya, sintetice, implosione y sea capaz de examinar sensible y expansivamente lo inenarrable lumínico.