jueves, 3 de octubre de 2013

Artaud excava

Todos conocen claramente mi opinión acerca de la música de Emilio Rovira Montaner. Los paisajes de Marte son vastos y hermosos: no puedo dejar de recordar aquellos nostálgicos hombres enfrascados en la feroz batalla por sustituir a los otros. Cuando Emilio realizó su primera sonata para piano, vino a mi mente aquella escena, las voces bajo el trueno de la batalla, ardientes, muy pronto mutiladas, hombres a caballo y sin cabeza, rápidos pero serenos elogios de guerreros, violentos aromas de herrumbre, los ejércitos del Paraguay lavando la sangre de sus heridas, apenas niños montados en canoas sobre el crujiente flujo del Mato Groso. Un fa sonoro retumbaba en la habitación, multiplicándose incesantemente, coordenadas de sufrimiento regurgitaban  en el campo de lucha, imaginé en una nota decreciente el desgarro de una madre por su inerte muchacho, sable en mano, abatido. Emilio Rovira Montaner ha musicalizado el horror de una matanza imposible. La sonata Cuatro Naciones, un hermoso fresco melódico acerca de la asfixia y el terror de la guerra inútil, fue el motivo principal por el que el músico recibiría el premio Príncipe de Asturias pocos meses antes de su muerte. Según relata una crónica, él componía su segunda sonata, Dos Naciones, que sintetizaba la historia bélica del Siglo XX, donde el mundo amanecía partido en dos. Se conserva la primera hoja de la partitura, una serie de trazos borrosos enviados por fax a Ireneo Samaniego White, un especialista en música contemporánea. El resto se perdió en la explosión que arrasó con el estudio de Rovira Montaner, en la cual todo lo que él había logrado avanzar, fue pulverizado, quizá, por el fragor de una batalla.