viernes, 11 de junio de 2010

Cuento fantástico para niños prematuros

A penas hubo regalado Del Campo a su bebote Leonel su primer libro, y apenas el nene intenta hojearlo, zas, un cortazo en el índice. Y así la segunda y la tercera, y la cuarta vez incluso: zas, los dedos embadurnados de parpadones colorados. Pero él, sangre Del Campo, no se resigna y zas zas zas, hojea hojea hojea, hasta que le amputa el índice, primero, el filo revoltoso; luego el dedo guaso y así, hasta el agotamiento, se desangra. Y el padre, zapato de baldosa en baldosa, casita de pan y vino pan y vino, la, la, lará, hijo mío, grita. Y el hijo tarado, calcinado y blanco como cal, y el libro muy rojo rojo, como un hijo.

martes, 8 de junio de 2010

EL TEATRO Y LA PESTE – Antonin Artaud

 

Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya. Luego hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. Otros apestados, sin bubones, sin delirios, sin dolores, sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las otras víctimas.

La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.

Pero si se necesita un flagelo poderoso para revelar esta gratuidad frenética, y si ese flagelo se llama la peste, quizá podamos determinar entonces el valor de esa gratuidad en relación con nuestra personalidad total. El estado del apestado que muere sin destrucción de materias, con todos los estigmas de un mal absoluto y casi abstracto, es idéntico al del actor, penetrado integralmente por sentimientos que no lo benefician ni guardan relación con su condición verdadera. Todo muestra en el aspecto físico del actor, como en el del apestado, que la vida ha reaccionado hasta el paroxismo; y, sin embargo, nada ha ocurrido.

Pero así como las imágenes de la peste, en relación con un potente estado de desorganización física, son como las últimas andanadas de una fuerza espiritual que se agota, las imágenes de la poesía en el teatro son una fuerza espiritual que inicia su trayectoria en lo sensible y prescinde de la realidad.

Si admitimos esta imagen espiritual de la peste, descubriremos en los humores del apestado el aspecto material de un desorden que, en otros planos, equivale a los conflictos, a las luchas, a los cataclismos y a los desastres que encontramos en la vida. Y así como no es imposible que la desesperación impotente y los gritos de un lunático en un asilo lleguen a causar la peste, por una suerte de reversibilidad de sentimientos e imágenes, puede admitirse también que los acontecimientos exteriores, los conflictos políticos, los cataclismos naturales, el orden de la revolución y el desorden de la guerra, al pasar al plano del teatro, se descarguen a sí mismos en la sensibilidad del espectador con toda la fuerza de una epidemia.

San Agustín en La ciudad de Dios, lamenta esta similitud entre la acción de la peste que mata sin destruir órganos, y el teatro, que, sin matar, provoca en el espíritu, no ya de un individuo sino de todo un pueblo, las más misteriosas alteraciones.

“Sabed –dice–, quienes lo ignoráis, que esas representaciones, espectáculos pecaminosos, no fueron establecidos en Roma por los vicios de los hombres, sino por orden de vuestros dioses. Sería más razonable rendir honores divinos a Escipión[1] que a dioses semejantes; ¡valían por cierto menos que su pontífice!

“Para apaciguar la peste que mataba los cuerpos, vuestros dioses reclamaron que se les honrara con esos espectáculos, y vuestro pontífice, queriendo evitar esa peste que corrompe las almas, prohibe hasta la construcción del escenario. Si os queda aún una pizca de inteligencia y preferís el alma al cuerpo, mirad a quién debéis reverenciar; pues la astucia de los espíritus malignos, previendo que iba a cesar el contagio corporal, aprovechó alegremente la ocasión para introducir un flagelo mucho más peligroso, que no ataca el cuerpo sino las costumbres. En efecto, es tal la ceguera, tal la corrupción que los espectáculos producen en el alma, que aún en estos últimos tiempos gentes que escaparon del saqueo de Roma y se refugiaron en Cartago, y a quienes domina esta pasión funesta, estaban todos los días en el teatro, delirando por los histriones”.

Es inútil dar razones precisas de ese delirio contagioso. Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio, y es contagioso.

El espíritu cree lo que ve y hace lo que cree: tal es el secreto de la fascinación. Y el texto de San Agustín no niega en ningún momento la realidad de esta fascinación.

Sin embargo, es necesario redescubrir ciertas condiciones para engendrar en el espíritu un espectáculo capaz de fascinarlo: y esto no es simplemente un asunto que concierna al arte.

Pues el teatro es como la peste y no sólo porque afecta a importantes comunidades y las transforma en idéntico sentido. Hay en el teatro, como en la peste, algo a la vez victorioso y combativo.

La peste toma imágenes dormidas, un desorden latente, y los activa de pronto transformándolos en los gestos más extremos; y el teatro toma también gestos y los lleva a su paroxismo. Como la peste, rehace la cadena entre lo que es y lo que no es, entre la virtualidad de lo posible y lo que ya existe en la naturaleza materializada. Redescubre la noción de las figuras y de los arquetipos, que operan como golpes de silencio, pausas, intermitencias del corazón, excitaciones de la linfa, imágenes inflamatorias que invaden la mente bruscamente despierta. El teatro nos restituye todos los conflictos que duermen en nosotros, con todos sus poderes, y da esos poderes nombres que saludamos como símbolos; y he aquí que ante nosotros se desarrolla una batalla de símbolos, lanzados unos contra otros en una lucha imposible; pues sólo puede haber teatro a partir del momento en que se inicia realmente lo imposible, y cuando la poesía de la escena alimenta y recalienta los símbolos realizados.

Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heroica y difícil.

 

En: “El Teatro y su doble”, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1971


[1] Escipión Nasica, gran pontífice, que ordenó nivelar los teatros de Roma, y tapar con tierra sus sótanos.

domingo, 6 de junio de 2010

Biografía

Una horrenda periodista habla con el Poeta Inmemorial. ¿Qué es poesía?, le dice; el poeta lampasea en un golpe de ojos el centenar de lomazos en su biblioteca. Es usted hermosa, responde.

"Manifiesto" de Orlando Van Bredam

No hay paisaje sin hombre, no es posible
concebir una rama
si no habita
la dimensión dolida del que canta,
del que asoma a los días
desprovisto.
No es posible siquiera una semilla,
un ala de pájaro caída,
dos raíces amargas
si no hay un hombre atado a su memoria,
un corazón caliente que levanta
su cielo de penas
una cosecha fría de tormentas,
una guitarra altiva, un pan dormido
sobre la mesa floral del mediodía
con todo el sol a cuestas.
No hay paisaje sin hombre,
no es posible
un dolor extenso sin su cuerpo,
una alegría llena sin su copa,
una tarde festejada en versos
si no está el hombre allí,
si no la ocupa
su grito encanecido de vergüenza,
su culpa enorme. Su condición terrestre.
Por eso mi palabra se adelanta
como una flor herida,
desnudada
por una voz que surge desde el vino,
desde el cereal gastado de mi boca,
desde la misma mañana
en que nacieron
mis hijos jubilosos en la tierra,
desde que supe el amor y entré a nombrarlo
a ponerlo de bandera
en esta Vida,
desde que el aire se inflama de imprudencias,
de rencores enormes
como un ácido
que destituye voces y esperanzas,
que instala en la mitad
del alma
anclada
su desazón y muerte, su cortina
de bombas, de metrallas,
de papeles
para ocultar a Dios, para perderlo.

No. No he de morir si no es
con estos dientes
que acorralan sonidos y colores,
con estas ganas de saberme humano.
No he de morir, he de quedar cantando
junto a la piel
gastada de la tarde
junto al dolor crecido del hermano,
porque su tiempo también me pertenece,
su fe, su voz
también me pertenecen
y sobre todo lo que calla en llanto
lo que no dice
por estar tan solo,
tan solitario con su muerte diaria.
No hay paisaje sin hombre, no es posible
porque la savia viaja por su sangre,
porque los pájaros
hablan por su boca,
porque no hay tierra que no sienta el peso
de su calor agrario,
porque de no ser así se borrarían
todas las nervaduras
que en el árbol talla
el tiempo
para recordarlo,
para verlo con su historia propia,
arrodillado,
triste,
buscando un ángel, un demonio,
un sueño,
para poder decir que vive,
que respira,
que este paisaje Es
porque él lo habita.
-

jueves, 3 de junio de 2010