Todos conocen claramente mi opinión acerca de la música de
Emilio Rovira Montaner. Los paisajes de Marte son vastos y hermosos: no puedo
dejar de recordar aquellos nostálgicos hombres enfrascados en la feroz batalla
por sustituir a los otros. Cuando Emilio realizó su primera sonata para piano,
vino a mi mente aquella escena, las voces bajo el trueno de la batalla,
ardientes, muy pronto mutiladas, hombres a caballo y sin cabeza, rápidos pero serenos
elogios de guerreros, violentos aromas de herrumbre, los ejércitos del Paraguay
lavando la sangre de sus heridas, apenas niños montados en canoas sobre el crujiente
flujo del Mato Groso. Un fa sonoro
retumbaba en la habitación, multiplicándose incesantemente, coordenadas de
sufrimiento regurgitaban en el campo de
lucha, imaginé en una nota decreciente el desgarro de una madre por su inerte
muchacho, sable en mano, abatido. Emilio Rovira Montaner ha musicalizado el
horror de una matanza imposible. La sonata Cuatro
Naciones, un hermoso fresco melódico acerca de la asfixia y el terror de la
guerra inútil, fue el motivo principal por el que el músico recibiría el premio
Príncipe de Asturias pocos meses antes de su muerte. Según relata una crónica,
él componía su segunda sonata, Dos
Naciones, que sintetizaba la historia bélica del Siglo XX, donde el mundo
amanecía partido en dos. Se conserva la primera hoja de la partitura, una serie
de trazos borrosos enviados por fax a Ireneo Samaniego White, un especialista
en música contemporánea. El resto se perdió en la explosión que arrasó con el
estudio de Rovira Montaner, en la cual todo lo que él había logrado avanzar,
fue pulverizado, quizá, por el fragor de una batalla.
jueves, 3 de octubre de 2013
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