domingo, 7 de marzo de 2021

Aire postizo

 Se cuenta que no desconocía las razones por las que muy pronto lo llevarían a juicio. Sí desconocía, como desconoce casi todo el mundo, los mecanismos de la justicia y la jerga judicial. Que cuando la jueza, o la fiscal, le preguntó por qué mató al carnicero, él no supo responder. No porque no supiera responder, sino porque tenía la impresión de que la pregunta estaba formulada de manera tal que él tuviese que necesariamente pisar el palito. Que era una pregunta cama, no se formulaba como lo hace quien pregunta por curiosidad, tenía tentáculos y garras multiformes, era una pregunta monocorde pero polifónica, decía muchas cosas a la vez pero admitía sólo una clave. Que era una pregunta cicuta, de beber y morir, más allá del desconocimiento que él tuviese de la cicuta pero no de los cócteles de insecticidas. Era una pregunta laberíntica que sólo podía haber brotado de una esfinge, un minotauro, una hipótesis cuántica. No responderla era más un acto de prudencia que de suspicacia. Que ella, fiscal, jueza, abogada o presidenta, repitió la pregunta como quien reformula el teorema. Él, sin absolución posible, sabía que la única alternativa, la culpabilidad -un modo de la culpabilidad-, no era irrevocable, pero sí una imposición dictada. Y el dictado provenía de ella, de la pregunta, interrogante-susurro que le apretaba fuerte las bolas y lo atraía hacia sus caderas. Una pregunta por un sí complejo pero categórico, un maridaje con la culpabilidad (ya que la culpa, no hay que negarlo, la tenía). Que él no tenía abogado, parece que no quiso o no supo que le correspondía o no supo cómo saber. Sí, él mató, podía admitirlo sin abogado. Él mismo salió de la carnicería lleno de sangre, cabeza erguida, y era lo más normal, dicen. Pero no podía responder esa pregunta que comenzaba a acariciarle la espalda y respirarle detrás del oído. Que pidió agua, fláccido como estaba. Que la inquisidora no comprendió, o no quiso. Nunca vino el agua. Sí vino un agente, calado de azul y con las esposas colgando del cinto. Pero no venía con ánimo represivo. Que habló con la mujer, no gesticulaban, apenas movían labios, cabezas y manos. Que oyó cómo hablaban de él, o no. La esfinge se frotaba de vez en cuando el portasenos. El agente lo miraba de cabo a rabo. Era gringo pero fiero, el agente. Algo dijeron, de nuevo, los conjurados. Se dice que habló la jueza o lo que fuere, y nada. Volvió a pedir agua. Que hizo gesto con la mano, con el puño semicerrado como de artrosis, lo agitó frente a su boca como quien escabia o acomete una felación. El agente miró entumecido el acting. Agua. Dijo la mujer tras el escritorio, tenía un lápiz que hacía bailar para aceitar las neuronas. Que pasó un tercio de eternidad mientras volvía a desplegar sus preguntas como lonas de acoplado. Que se oían como chillidos de rata bajo esa lona. Llegó el agua, vaso descartable, apenas para mojar los labios. Que miró el agua, miró al agente, que todavía tenía las uñas sucias. Que miró a la esfinge de pechos cubiertos. Que el hombre bebió sin emitir sonido, como mamando del rocío. La leonina figura agitó su cabeza, le brillaban los lentes. Miró algo en el celular. Se dice que apretó unas cuantas veces el cristal. Llamó o le llamaron con modo vibrador. Que volvió a hablar, que su timbre nasal y faraónico parecía incomodar al agente. Porque parecía que le habló algo, una orden nueva. Que salió y volvió, acompañado. Los agentes se multiplican como moscas, o como langostas, pensaba el hombre, o parecía que pensaba, cuentan. El otro sí le sacó las esposas. Sabía usarlas. Tal vez mejor que el arma. Se dice que le mandó los brazos para atrás y volvió a ajustar y que no vio o hizo que no vio la cicatriz de la cirugía. Tenía los borcegos muy gastados, no ganaba ni para el betún. Dijo algo más, la jueza. Dicen que el agente lo empujó hacia afuera, justo cuando ella corregía al otro que no, no es inglés. Y por la facha, o es turco o es indio de la india.

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